La preparación pedagógica de los maestros

Cuando estudiaba para ser docente, una profesora que impartía la materia “Pedagogía”, dijo: “una vez que ustedes se reciban, tienen que estudiar todos los días para estar bien preparados para enseñar. Si no están dispuestos a hacer este esfuerzo, no estudien para ser maestros”. En ese momento la frase no me impactó significativamente. Hoy, quince años después de obtener mi título, esta idea adquirió una dimensión especial.
 

Durante este período, transité decenas de aulas, observé prácticas de colegas y participé en numerosas charlas en sala de maestros. Así pude comprobar (y lo sigo haciendo) que el porcentaje de docentes que se dedican a estudiar los temas antes de llevarlos a la clase, es realmente escaso.

Esto lleva a que los estudiantes tengan que resolver actividades o estudiar temas que contienen errores conceptuales, “ortográficos”, procedimentales, entre otros.

Otra práctica frecuente entre los docentes consiste en repetir la misma propuesta pedagógica, utilizando las mismas actividades (y fotocopias) de años anteriores. De este modo, es poco probable que haya “errores groseros” pero la propuesta resultará desfasada y desactualizada en relación al contexto que le dio origen. En pleno 2020, sigo observando carteles con las letras del abecedario, que incluyen la “ch” y la “ll” como letras y no como dígrafos. ¡Y este cambio se efectuó en 1994[1]!.

Cualquier habitante de nuestro territorio respondería sin dudar, que el maestro debe saber más que el alumno para poderle enseñar.  Sin embargo, parece que en esta época de redefinición de roles, la situación no es tan clara. En efecto, se habla de un docente “coordinador”, “mediador cultural”, “guía”,  “que articula propuestas”, “que se corre del rol del que imparte saberes, para darle protagonismo al alumno”. Estas frases desdibujan al maestro como portador de saberes académicos y relativizan su importancia como erudito.

Respecto a las razones por las que el docente no dedica tiempo al estudio de los contenidos, podría citar como la causa principal que el Estado no computa como horas laborales, las dedicadas en el hogar a la preparación de las clases. De este modo, la calidad de las propuestas queda supeditada a la buena voluntad (y posibilidades) del docente.

Es fácil achacar la culpa al maestro del funcionamiento deficiente de nuestro sistema educativo. Sin embargo, ese profesor no salió de “una probeta de laboratorio”. Fue producto de una determinada formación pedagógica, inscripta en un contexto socio-histórico y cultural específico. Estos aspectos, junto a las condiciones diarias de trabajo, conformaron una identidad, un modo de “ser” docente y transitar las aulas.

No obstante, para poder cambiar la realidad, es fundamental asumir esta falencia. Los docentes no vamos a quedar más expuestos frente a la sociedad (de lo que ya estamos) por hacer notar que no tenemos conocimiento de ciertos temas; lo que quedará en evidencia es que hay un sistema cómplice que reconoce estas deficiencias pero no realiza fuertes inversiones en donde realmente hace falta: en mejorar las condiciones diarias de trabajo, pagando sueldos acordes a las funciones que se espera que el docente desempeñe, contemplando tiempos y espacios fuera del ámbito escolar.

Mientras esto no se cumpla, la calidad educativa no va a mejorar, aunque se hagan inversiones en otros frentes. Sin embargo, esta afirmación requiere una explicación pormenorizada, que desarrollaré en los próximos párrafos.

En nuestras escuelas tenemos, por ejemplo, numerosos materiales de laboratorio en perfecto estado (incluso guardados y cerrados en las cajas originales). Nadie los usa por no saber cómo utilizarlos. Por consiguiente, el laboratorio (si es que este espacio existe como tal en la institución), termina cumpliendo funciones diferentes a aquellas con las que fue concebido: 1) es el lugar donde se preparan recetas de cocinas (y se “experimenta” con los ingredientes); 2) se hacen ensaladas de fruta, siendo un espacio más fácilmente limpiable que el salón de clases (evitando así enojos de los porteros) 3) aquí se arman las peceras o los terrarios para que convivan especies por un período de tiempo determinado (generalmente hasta que decae el interés o se mueren las especies). Este uso alternativo del espacio se aplica, con la misma lógica, a otros lugares físicos dentro de la institución. Estos pueden ser: la sala de informática o la biblioteca (convirtiéndose en depósitos de mobiliarios en mal estado o siendo el lugar idóneo para guardar decoraciones remanentes de actos escolares pasados). Y los ejemplos podrían multiplicarse… mejor ni hablar de la pizarra digital interactiva (que donó el Ministerio de Educación) que tantos aportes significativos podría haber hecho a los educandos… “si se hubiera usado”.

Y cuando sostengo que el Estado debe realizar una inversión (y sostenerla) no me refiero a un aumento del 10%, 20% o 30%. No tiene que ver con porcentajes, sino con reducir la carga horaria del docente, para que trabaje menos tiempo frente a alumnos y pagarle horas extra para que: 1) planifique propuestas de calidad. 2) trabaje en forma articulada con otros docentes, realizando un trabajo interdisciplinario. 3) se pueda capacitar de un modo tal, que el conocimiento le otorgue herramientas que tengan impacto rápido y medible en la práctica (todos conocemos la inutilidad y poco viabilidad de ciertos cursos de perfeccionamiento, incluso cuando son “en servicio”).

A nuestro sistema educativo le gusta mucho copiarse de otros países. Sin embargo, se copian las ideas pedagógicas, pero no se imitan las condiciones laborales y salariales que rigen en ellos. Pareciera que este es un detalle que no hace a un mejor funcionamiento del sistema educativo.

Si los maestros cobráramos un sueldo acorde a la función que desempeñamos, sí estoy de acuerdo en que el Estado podría exigir: a) que el maestro no pueda trabajar por encima de una cierta cantidad de horas, frente a los alumnos (para garantizar el excedente de tiempo necesario, para poder planificar). b) someterlo a exámenes anuales para validar sus conocimientos y su aptitud para enseñar.

Quisiera extenderme un poco sobre este último punto. Seguramente en este momento a muchos docentes les parecerá que lo que estoy diciendo es una locura. Sin embargo, si observamos lo que sucede en otros países o en otras profesiones, se trata de un hecho cotidiano. Si la educación es tan importante, según reza un eslogan popular ¿no deberían empezar a exigirse ciertos estándares de calidad educativa?

Los gremios se oponen completamente a este tipo de exámenes de revalidación. Dadas las condiciones laborales que atravesamos, considero que hacen bien en no permitirlas, si bien ellos lo hacen por razones distintas a las que sostengo en este artículo. Su planteo es que estas evaluaciones atentan contra las fuentes laborales de los docentes y constituyen prácticas discriminatorias. Sólo toleran, por parte del Estado, que se lleven a cabo encuestas anónimas para obtener porcentajes (aunque las mismas nunca versan sobre contenidos, sino sobre procesos o cuestiones metodológicas).

Este estado de situación deja librada la capacitación o la mejora profesional a la “buena voluntad” del docente, como dije anteriormente. ¿Alcanzará para lograr la educación de calidad y excelencia que necesitamos como país?

NOTAS:

[1] Estos dígrafos no están incluidos en los diccionarios desde el X Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua Española.

REFERENCIA:

https://es.wikipedia.org/wiki/Innovaciones_en_la_ortograf%C3%ADa_espa%C3%B1ola_(2010)

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